Los traductores
moqueamos,
lloriqueamos,
nos lamentamos
en un estulto ejercicio
que consiste en lamer
nuestras heridas de guerra editorialista
y nos cabreamos contra un mundo
creado para los que siguen el credo
de lo culturalmente rentable,
y nos planteamos
que quizá lo creativo
es un timo,
y en seguida
anhelamos otro trato
y así pasamos el rato,
pero también tenemos tiempo
de enfadarnos contra nosotros mismos
y de creer tocar el abismo
cuando, de pronto, encontramos la solución
y volvemos a coronarnos reyes de la independencia absoluta.
Y de la soledad.
Los traductores
tropezamos,
nos atolondramos
y defendemos
nuestros textos
con uñas y dientes.
Y un tiempo después,
cuando todo se ha acabado,
cuando la traducción ya hemos entregado,
empezamos a notar
un síndrome de abstinencia
que no tarda en llegar,
y entonces
moqueamos
lloriqueamos
nos lamentamos.
Y así nos damos cuenta
de que ya es tarde.
Ya no podemos sacudirnos
la fructífera adicción:
la traducción.
Soy faaaaaaaaaaaan faaaan fan tuya!