Niños, a jugar.
A jugar a otra parte.
A un lugar hermético y aislado de fueros exaltados, donde las ramas de los árboles* no sean espadas, ni varitas, ni remos, ni agarraderas, ni brazos, ni antenas, ni prolongaciones del ser. Donde las ramas de los árboles sean ramas de árboles, sin más.
A jugar a otra parte.
A un lugar donde las manos no se coloquen en forma de cuenco. Donde las manos sean puños fosilizados.
A jugar a otra parte donde el aliento ocre se quede pegado al cristal, como la fotografía que encontramos en los lomos desgastados de los libros olvidados.
A jugar a vuestros raquíticos balcones, donde apenas se vislumbra un cachito de luna, y es esa la luna que señalas con tu rama, escamoteada dentro de tu abrigo.
A jugar en el redil de vuestros sueños retroalimentados de ansias de crecer y explorar.
No, no. A explorar a otra parte.
Jugar, explorar, descubrir.
Niños, a jugar a otra parte donde repartan estas tres palabras impresas a todo color; donde las procesen y fabriquen y os las hagan tragar una a una. Y, si queréis, podéis repetir.
Y a otra cosa.
Pero aquí jugar… no.
Nada de juegos.
Se acabó.
*Pero las ramas de los árboles, a veces, se retuercen intentando escapar