Se agarró lentamente a mi dedo. Parecía que un resorte había hecho accionar esa mano arrugada. Tuve la sensación de que estaba viviendo momentos irrepetibles. Mi dedo, su precioso lazo vital. Me agarró aún más fuerte, lo noté. También noté que no quería dejarlo ir. Mis ojos se empañaron. Me retoqué el pelo; intenté disimular. Un silencio espeso cubrió por completo la habitación del hospital.
Me levanté y salí apresurado.
-Lo siento -me dijo la enfermera.
Salí a la calle, donde un par de matrimonios discutían porque unos enanos de medio metro se manchaban los abrigos de chocolate.
Era Navidad, decían.