Volvía Raimundo del bar
no sin antes avistar,
entre los viñedos, majestuosa
a una alegre ave pomposa.
Era enorme, alta, imponente,
ponía gigantes huevos
-alma mater presente-.
Pero algo extraño lo alertó:
“¡Raimundo, atento!”, pensó.
Y es que algo allí fallaba,
eso no era normal,
se sentía fuera de juego,
un juego del todo inusual.
Un tanto desorientado,
miró a ambos lados
y entre ellos escogió
a cara o cruz.
¿A qué estaba jugando?
¿Al juego de la oca?
¿Al del avestruz?
La brisa rozó sus sienes
mientras trazaba una ese al caminar,
“Yo no soy hombre de credos”, pensó,
subiéndose a una roca-altar.
Y desde allí lo vio claro:
era una avestruz verde
que lo seguía,
y el miedo lo envolvió
como una extensa sequía.
Y echó a correr y correr,
sin pensarlo dos veces.
Había oído que esos bichos
ante la adversidad
se crecen.
¡No puedo más! -gritó-,
y se dejó caer al suelo
de esa extraña granja,
donde el resto de animales
no le acechaban,
donde podía encontrar un manto suave y fresco
en el que ya se acostaba….
¡¡Pero, horror!!
¡Qué vieron sus ojos!
¡Sangre en el suelo!
¡Aplastada, en surcos rojos!
¡Con piel, también, y dulzona!
Había que escapar y rápido
de los estragos de esa granja de animales diabólicos que le estaban haciendo pasar la peor
de sus pesadillas y que le estaban haciendo sudar mares de tinta.
El sudor surcaba su cuerpo,
lo empezaba a ver con claridad:
había salvado la vida
sin hacer ninguna maldad.
Se agachó al suelo, satisfecho,
y recogió una uva
con despecho.
Era el premio
por su valiente hazaña;
por salir indemne
-no era una patraña.
… Y sin duda
al día siguiente
en el bar
lo iba a explicar.