«A veces, la verdad forma dentro de nosotros una lenta bola que tarda años en explotar»
¿Alguna vez has tenido la certeza de que, después de un montón años, comienzas a entender a ese alguien a quien ignorabas o, incluso, repudiabas? Hablamos de entender; no de justificar ni aplaudir. Has echado abajo tus propios marcos mentales, y has evolucionado.
Empiezo la reseña de «La isla del padre«, de Fernando Marías (Bilbao, 1958 – Madrid, 2022) con esta cita contenida en la página 226 que resume la esencia de la novela, publicada en 2015. El título, editado por Seix Barral, presenta una trama circular donde el autor comparte una retrospectiva madura sobre el impacto que tuvo sobre él uno de los mayores socavones vividos de niño: percibir a un padre, sin llegar a sentirlo.
La pieza literaria de Marías es una mezcla de dulzura, dolor y lección aprendida atravesada por sus memorias, de tal modo que cualquier lector cuya vida esté marcada por la figura de alguien complejo y doliente, a quien ha tardado lustros en entender, puede sentirse identificado con esta obra literaria.
Leonardo Marías Barreras es el padre del protagonista -cuya voz narrativa es el propio Marías, confeccionando, así, una historia de autoficción literaria. Marino mercante de alma republicana, en ocasiones desconocido y distante, Leonardo es aquella figura gigante («¿Quién es ese hombre?», preguntaría el pequeño Fernando a su madre al verlo aparecer bajo el dintel de la puerta tras una de sus travesías de pesca) que el pequeño Fernando no sabe cómo ubicar, pero la visión honesta del escritor nos permite ir entrando en el alma paterna y descubriendo que, cuando existe un hijo carente de ingredientes emocionales, también existe un padre o madre doliente por haber generado aquellas mismas carencias.
Esta es una narración de tintes melancólicos sobre el gradual descubrimiento respectivo entre un padre y un hijo. Por otra parte, la historia nos dice que la muerte es tan solo un tránsito más, pues determinadas personas que dejan su entidad física son capaces de imprimir una huella en nosotros que supera aquel cambio de estado y nos conecta con el universo. Tales personas nos dejan trabajo por hacer, y la trama del libro hilvana el transitar de Marías hacia su ‘yo’ más puro. Porque es un libro vital. Porque la vida siempre gana.
«La isla del padre» comienza con una pérdida que, sin embargo, se torna ausencia a lo largo del trascurrir de los capítulos. Tras un inicio intensísimo, el ritmo y la intención de la voz narrativa se vuelven pausados. Leonardo es el foco que ilumina los pasajes vitales del escritor, desde las escenas de infancia bautizadas como Miedo Mutuo, a los ascensos entre padre e hijo al monte Pagasarri (sur de Bilbao), donde, como lectora, me he sentido cogida de la mano y los he acompañado en silencio a través de un paseo mágico, durante el cual he visto crecer los cimientos de su identidad que conforman los recuerdos de las conversaciones inaugurales que nos definen como personas. Como punto de equilibrio, la madre es un elemento estable y tenaz. Otro momento memorable son sus escapadas al cine en época franquista. El cine es otro de los personajes en esta obra y cobra fuerza cuando Fernando nos cuenta cómo se colaban juntos en el cine Capitol entre la masa de espectadores un sábado por la tarde.
Las heridas de la Guerra Civil subyacen en el carácter del padre y en su configuración como figura tutelar, ya que Leonardo intenta ser transmisor de un episodio que, sin embargo, teme relatar íntegramente:
«A la guerra te llevaban. Como en la mili ahora», explicaba con calculada ambigüedad mi padre, poniendo buen cuidado en ocultar que él se presentó voluntario a luchar por la República.
Aquí descubrimos otra ausencia que es la responsable de uno de los recovecos más profundos del padre Leonardo, pues su hermano Luis, tristemente lanzado al olvido de una fosa común en la batalla de Villarreal -cuya muerte se calcula entre el 20 de noviembre y el día de Navidad de 1936- ejemplifica otra presencia no-física en la historia de Fernando. No obstante, setenta y cuatro años después de esta batalla y de este terrible anonimato, Fernando Marías nos narra cómo consigue acariciar el drama de aquel capítulo, resarcir la memoria de su tío y sublimar la relación compleja con su padre.
Una de las armas más potentes de este libro es la capacidad del autor de retratar el universo de la infancia, que es el momento de la vida donde reposan los traumas y donde se condensa la mayor carga de misterio e intuición a la vez.
De este modo, el escritor realiza un pausado análisis en retrospectiva de los puntos cardinales que lo han mantenido en pie, a pesar de la falta de confianza en él mismo; de la sensación de haber malgastado el tiempo o de la contemplación -algo tímida y serena- de sus propios errores -como la mención al consumo de alcohol para evadir años de devaneos existenciales.
Enfrentarse a la memoria del hogar y al cierre del capítulo de la historia durante el cual se gestaron sus primeras preguntas también ocupa un espacio emocional que contagia al lector. «La isla del padre» nos insta a haber vivido y a atravesar el malentendido, por doloroso que sea verte cara a cara con la pérdida, con la ausencia, con la demencia y con la despedida del ovillo donde se tejieron las relaciones que te arman por dentro.

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