
Érase una vez el gran faisán.
Grande, voluminoso, imperial.
Tieso, hinchado, respetado animal.
Salió un día de su recinto vallado: quería mostrarse como tal. Y, casi sin respirar, se hinchó y se hinchó. Infló su pecho, infló su garganta, levantó su pico y echó a andar.
Era lo inevitable. Su condición era palpable.
Pero todavía faltaba un detalle: su plumaje. Abrió de par en par, semejante ejemplar plumífero, y hacia el gran exterior desplegó ya totalmente sus plumas, que eran de intensos colores: verdes, azules, rojizos, turquesas, marrones, blanquecinos, amarillos, teja. La paleta de sus colores era el mapa de situación de las hembras del territorio; los vaivenes de sus plumas eran el tutú que las debía guiar, como varita mágica, hacia su deleite copular meritorio. Abrió y abrió sus alas y extendió sus plumas, que brillaban imponentes, que enarbolaban el aire e incluso hacían sombra a los árboles, a los hurones, a los setos y a los champiñones.
Porque él era el gran faisán, y sus hembras lo esperaban. Sólo necesitaban levantar el gaznate y admirar el gracejo, el color, el paso y el furor que él levantaba. Aumentó un punto el ritmo de sus pasos, por si el arco iris machofaisán no fuese necesario para su meta olímpicoital. Su cortejo daba inicio, pero para un cortejo se necesita a dos. Así que decidió aumentar medio decibelio el frenesí de su danza multicolor, que atraía y refrectaba todos los tipos de luz, porque él era el gran faisán y porque todas las hembras hacia él se orientaban: luz blanca, rayos gamma, rayos alfa y rayos x. Infrarrojos, microondas, radioondas, toda esta radiación era su utillaje y el ritmo de su respiración, el pasaporte de su viaje hacia el gran éxito del cortejo cortés: el del faisán rey. El rey de las hembras.
El gran faisán corría cada vez más; el ritmo de sus pasos parecía un desprendimiento de nieve multicolor. O peor, un alud.
Una de las hembras, hiena, salió de unos matorrales.
El gran faisán continuaba inmerso en su danza imparable. Próximo destino: cualquier hembra presentable.
Entonces la hiena, atraída por ese inusualmente explosivo derroche de colores,
entonces la hiena, depredador impasible que no conoce reproches,
y entonces la hiena se lo zampó sin respirar.
Y dentro de lo que pudiera caber como conclusión,
se podría decir que lo que iguala los colores
no es una mala colada.
Es la digestión.
Ilustración: Josep María Bartolomé