He cambiado mi viejo atril
por un vocablo alado
-llamado pluma en su lenguaje común.
Insuflo tinta
en su espina dorsal
y a ella dedico
estos díscolos versos,
que resbalan
de la corteza de mi yema
y emborronan
el papel.
He pensado -también-
en llevarla siempre conmigo
y así poder inspirar
el oxígeno eterno de la palabra.
Pero después me he cabreado
al darme cuenta de que no es posible;
de que el oxígeno de la palabra
no dura eternamente.
Por si acaso la usaré
en aras a la resurrección de la armadura de lo escrito,
para poder gritarlo
y dedicarme a seguir su trazo
y -casi nunca- desviarme.
De nuevo vuelvo a estar contenta
al haberlo comprobado:
el mueble repele la piel de tinta,
que en la carne humana penetra y la deja encinta
hacia la perpetuidad de las palabras.
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